Si los humanos fuéramos más humanos

Por Francisco Luciano

Desde sus inicios, el cine ha tejido fantasías que capturan nuestros miedos más profundos. En las películas de monstruos y extraterrestres, se nos presentan criaturas grotescas, seres diabólicos con un solo propósito: aniquilar a la humanidad. Godzilla arrasa ciudades, aliens invaden con tecnología letal, y bestias sobrenaturales acechan en la oscuridad. Estas historias, creadas y recreadas por la industria cinematográfica, alimentan una narrativa de terror donde el mal es externo, ajeno, inhumano. Sin embargo, al apagar la pantalla y mirar el mundo real, surge una pregunta inquietante: ¿son estas criaturas ficticias los verdaderos monstruos, o son un reflejo de la crueldad que habita en nosotros?

La naturaleza, a menudo retratada como salvaje y despiadada, nos ofrece una lección sorprendente. Entre los animales, incluso los más feroces, es raro ver al macho atacar a la hembra de su especie. Los leones protegen a su manada, los lobos cazan en comunidad, y hasta las criaturas más temidas actúan con un instinto que preserva la armonía de su entorno. En contraste, entre los humanos, la violencia de género es una práctica dolorosamente común. Los titulares de noticias y las estadísticas globales revelan un patrón de maltrato, opresión y abuso que no encuentra paralelo en el reino animal. Si las bestias salvajes no se destruyen entre sí con tal saña, ¿qué nos dice esto sobre nuestra propia humanidad?

La historia humana está marcada por una capacidad única para infligir sufrimiento a nuestros semejantes. Hemos construido armas de destrucción masiva, desde las bombas que devastaron Hiroshima y Nagasaki hasta los arsenales nucleares que aún amenazan la existencia global. En nombre del lucro, el poder o el control, hemos desatado guerras que siembran dolor, muerte y desolación. La rivalidad entre naciones, como la tensión entre Israel e Irán, o la instigación de potencias como Estados Unidos, alimentada por la lucrativa industria de las armas, perpetúa un ciclo de violencia que parece ignorar las súplicas de paz y armonía que todas las religiones proclaman. Los dioses a los que rezamos, que hablan de amor y fraternidad, parecen silenciados por el rugido de los cañones y los intereses geopolíticos.

Las criaturas del cine, con sus colmillos y garras, son invenciones que nos permiten externalizar nuestros temores. Nos dan un enemigo tangible contra el que luchar, una amenaza que podemos derrotar con héroes y finales felices. Pero en la realidad, el verdadero monstruo no viene de otro planeta ni emerge de las profundidades. Somos nosotros mismos, capaces de actos de crueldad que ninguna criatura ficticia podría igualar. Las bombas que lanzamos, las guerras que financiamos, y la indiferencia ante el sufrimiento de nuestros congéneres son el espejo donde se refleja nuestra propia inhumanidad.

Entonces, ¿qué son los monstruos del cine? Tal vez no sean solo fantasías para entretenernos, sino proyecciones de nuestra conciencia colectiva. En cada alienígena destructor, en cada bestia devastadora, vemos un destello de nuestra propia capacidad para destruir. La industria cinematográfica no inventa estos horrores; los toma de nosotros, los moldea y nos los devuelve en forma de ficción. Pero mientras nos estremecemos en la sala de cine, el mundo real nos confronta con una verdad inescapable: el monstruo más aterrador no está en la pantalla, sino en el reflejo de nuestras acciones.

Si tan solo fuéramos capaces de ver en el dolor de los demás, nuestro propio dolor, el mundo fuera más seguro y los humanos fuéramos más humanos con los demás humanos.

El autor es docente universitario y dirigente político

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