
El verdadero liderazgo no se reparte en sobrecitos

Por Francisco Luciano
Mucho se ha escrito sobre liderazgo y poder, pero pocas veces se distingue con claridad entre uno y otro.
Hay quienes llegan a una posición de poder, por azar, por designio divino o por simple circunstancia, y, de pronto, descubren que pueden disponer de recursos públicos o privados: un empleo aquí, una ayuda allá, una recomendación acullá. En cuestión de días se ven rodeados de elogios efusivos, de palmadas en la espalda y de multitudes que los llaman “líder”. Muchos terminan creyéndoselo. Se convencen de que son dueños del destino ajeno porque, en efecto, tienen en sus manos la llave de algunas puertas.
Pero ese no es liderazgo. Es clientelismo disfrazado de carisma.
Cuando se acaba el puesto, cuando se agotan los recursos o cuando aparece alguien con más “sobrecitos” que repartir, la multitud se desvanece con la misma rapidez con que llegó. Se van como moscas que terminaron de chupar la miel derramada. Y entonces el supuesto líder, herido en su orgullo, suele calificar de traidores a quienes se marcharon. En realidad, nunca tuvo seguidores: tuvo clientes.
Existe otro camino, más arduo y menos vistoso, pero infinitamente más sólido.
Es el liderazgo que no se compra con migajas ni se impone con presión. Es el que se construye día a día, con ideas claras, con empatía genuina, con una visión que trasciende el beneficio inmediato y ofrece esperanza real. Este líder no necesita repartir nada material para ser seguido: reparte confianza. No promete puestos ni canastas: promete un rumbo. Y porque su causa es mayor que su persona, la gente no lo sigue por lo que les da, sino por lo que les hace sentir: dignos, útiles, parte de algo que vale la pena.
Ese liderazgo no se derrumba cuando cambia el gobierno ni se evapora cuando se acaba el dinero. Se renueva en cada acto ético, en cada decisión difícil tomada por el bien común, en cada palabra cumplida. Ese es el liderazgo moral. Y ese permanece.
Me viene esta reflexión después de releer un artículo que, en febrero de 2014, publicó el doctor Leonel Fernández titulado “El poder y el liderazgo: entre puestos y sobrecitos”. En él relata dos anécdotas de su vida política; una de ellas, ocurrida en Dajabón, es particularmente iluminadora:
“Estábamos en uno de esos tradicionales recorridos navideños por la frontera. Llevábamos música, juguetes, canastas y también unos sobrecitos amarillos con dinero que habían donado empresarios amigos”.
“ El compañero Paulino Sánchez, que manejaba el vehículo, se impresionó al ver cómo una multitud se agolpaba en torno al compañero Pedro, encargado en ese momento de repartir los sobres”.
“¡Presidente, mire cómo Pedro se convirtió en líder de la noche a la mañana!, me dijo entusiasmado, ¡Nunca había visto a tanta gente tan enardecida!”
“ Yo le respondí: Paulino, observe bien. Ahora vamos a pasarle los sobrecitos al compañero Manuel Reyes y veremos qué pasa”.
“Así lo hicimos. En cuestión de segundos, la muchedumbre abandonó a Pedro y se lanzó tras Reyes como si nada hubiera ocurrido” .
“Paulino no pudo contener la risa. En ese instante entendió la lección: el liderazgo que se construye sobre la dádiva dura lo que dura el sobre en la mano”.
Esa anécdota resume perfectamente la diferencia entre el poder transitorio y el liderazgo auténtico.
Hoy, cuando muchos confunden la capacidad de repartir favores con la estatura de un líder, vale la pena recordarlo: la lealtad que se compra se vende al mejor postor; la lealtad que se gana con principios no tiene precio.
Trabajemos, entonces, por el segundo tipo de liderazgo. Uno que no necesite sobrecitos para ser seguido. Uno que inspire fe, confianza y esperanza. Uno que, cuando ya no esté, deje detrás personas libres y dignas… y no clientes agradecidos.
Porque el verdadero liderazgo no se mide por la cantidad de gente que te rodea cuando tienes algo que dar, sino por la cantidad de gente que permanece a tu lado cuando ya no tienes nada que ofrecer, salvo tu palabra y tu ejemplo.
El autor es docente universitario y dirigente político.


