La arrogancia de los derrotados, la embriaguez del poder y la dejadez ante la realidad social
Por:Lely Reyes
En política, la derrota debería ser el punto de partida para la reflexión, el aprendizaje y la conexión con los ciudadanos. Sin embargo, con frecuencia asistimos a un fenómeno que desafía la lógica: la arrogancia de los derrotados. Los actores políticos que han perdido el favor popular no siempre se repliegan para reinventarse, sino que, embriagados aún por el recuerdo de sus días en el poder, mantienen una actitud altiva, incapaces de aceptar la responsabilidad por sus errores. Este fenómeno no solo erosiona su credibilidad, sino que revela una desconexión preocupante con la realidad social.
Es común ver a líderes políticos que, tras ser rechazados en las urnas, culpan al “pueblo ignorante” o a “campañas sucias” en lugar de mirar hacia adentro. Se aferran a su narrativa, convencidos de que fueron incomprendidos o traicionados, sin reconocer que quizás su gestión no estuvo a la altura de las expectativas. Esta arrogancia no solo impide el aprendizaje, sino que perpetúa un círculo vicioso de fracaso y desconexión con la ciudadanía, que busca líderes más humanos y menos prepotentes.
En el otro extremo, quienes alcanzan el poder suelen sucumbir a la embriaguez que este genera. Los gobiernos que comienzan con promesas de transformación y humildad rápidamente se ven atrapados en un sistema que los aleja de las bases sociales. La comodidad de los privilegios, el halago constante de los círculos cercanos y la sensación de invulnerabilidad conducen a un aislamiento que limita su capacidad de empatizar con las necesidades reales.
El poder embriaga porque crea la ilusión de permanencia, de control absoluto sobre el destino propio y el de los demás. Esta percepción los lleva a ignorar las advertencias, minimizar las críticas y perpetuar políticas que no abordan los problemas estructurales. Así, se instalan en una burbuja de irrealidad donde el descontento social es interpretado como ruido pasajero, cuando en realidad es un grito de auxilio que, de no atenderse, estalla tarde o temprano.
Por último, y como una consecuencia directa de los fenómenos anteriores, surge la dejadez ante la realidad social. Las carencias que afectan a las mayorías —educación deficiente, servicios básicos inadecuados, desigualdad creciente— se convierten en problemas secundarios frente a las prioridades del poder político. Los discursos se llenan de palabras vacías, mientras las políticas públicas pierden coherencia y sustancia.
La dejadez no siempre es deliberada; a veces es producto de la inercia y la falta de visión, pero sus consecuencias son igual de graves. Un gobierno que ignora la realidad social condena a sus ciudadanos a la frustración y alimenta una desafección democrática que erosiona las bases del sistema.
¿Qué nos queda entonces? Los ciudadanos tienen un rol clave en exigir humildad a los derrotados, sobriedad a los poderosos y responsabilidad ante la realidad social. Solo así podremos romper el ciclo en el que la arrogancia, la embriaguez y la dejadez han atrapado a nuestras democracias. El poder no debe ser un fin en sí mismo, sino una herramienta para transformar las sociedades, y quienes lo ostentan —o aspiran a recuperarlo— deben recordarlo siempre.
Lely Reyes, periodismo digital director de portadaoeste.com